Navegar por la mente de un ser humano es un deporte de riesgo. A
mí, por ejemplo, me baña un mar de dudas. Si me miro desde fuera veo que tengo
más de lo que podría desear, pero cuando me asomo al interior descubro qué es
lo que realmente me sobra: preguntas. Tengo tantas... Y ojalá estuvieran
posadas en el fondo, tranquilas, vivas pero quietas. No, no lo están; están
revoloteando, nadando, riendo, esperando la mínima corriente para enturbiarlo
todo.
¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué aún? ¿Por qué entonces? ¿Por qué ahí? ¿Por qué a
mí? ¿Por qué a nosotros?
Querer entrar en la mente de un suicida es lanzarse uno mismo también a la muerte, es
dar palos al aire, es intentar cortar el agua con la espada mejor afilada del
mundo. Dicen que cuando algo está tocado por la mano de Dios, no tarda el
demonio en acudir a entrometerse.
Yo conozco la voz que pronuncia todas esas preguntas en mi cabeza; se parece
demasiado a la mía. Pero... ¿qué voces oirá quien quiere quitarse de en medio?
¿Qué vino sagrado le da la paz y la fuerza necesaria para poder hacerlo? ¿Qué
malévolo espíritu le dibuja la sonrisa en la cara? ¿Será esa sonrisa cierta?
¿Será una mueca de alivio, la fuente del último suspiro, lo que en un caso
natural se conoce como la “mejoría de la muerte”? ¿Qué convierte al acto más
cobarde en el más valiente para un cobarde?
Braceo, buceo, golpeo, arrastro, me adentro, paro para respirar, me enfado y no
respiro, aguanto, soporto, trago, nado... y nada. A día de hoy, a tan pocas
millas de entonces, descubro que en el fondo sólo floto.
Quiero que el tiempo pase a muchos nudos, quiero ver cómo lo cura todo, quiero árboles
en el horizonte.
Sí,
quiero.